MAGALÍ MILKIS, UNA CUESTIÓN DE BORDES
por JAZMIN ADLER
“Una cosa tiene tantos sentidos como fuerzas capaces de apoderarse de ellas. Pero la propia cosa no es neutra, y se halla más o menos en afinidad con la fuerza que actualmente la posee”.
Gilles Deleuze, Nietzsche y la filosofía.
Ni huevos, ni gotas, ni púas, ni peras, ni rostros, ni paltas. O tal vez sí, pero a modo de referencias subjetivas, sobrepuestas y adheridas a las obras por nuestra mirada en la imposibilidad de evitar conciliar lo extraño con lo conocido.
Las palabras se escapan por el colador de la experiencia. Me acerco, me extiendo, me encojo, doy unos pasos hacia un lado y recupero la posición inicial. El brillo del acrílico y la textura del óleo asoman en silencio. Los bastidores monumentales de Magalí se suceden como los pliegues repetidos de un abanico, cuyos calados no son percibidos individualmente plisado por plisado, sino solo en el motivo que juntos conforman en su encadenamiento. Aquí, de manera similar, la independencia de cada obra parece esfumarse en la composición de una serie.
Sin embargo, más allá de las evidentes semejanzas entre los lienzos, no se trata de pintura seriada. La línea que divide figura de fondo, en todos los casos trazada a mano alzada, es siempre diferente. No hay moldes, aunque sí constrastes, pasajes, transiciones. Dos superifices de color próximas y distantes ceñidas por un contorno. El borde se extiende como punto de encuentro y separación entre los planos, introduce la diferencia, permite que cada cosa sea.
Por un momento podemos arriesgarnos a liberar a las imágenes de los conceptos que las aprisionan. Basta con aceptar que las obras son sencillamente porque están ahí. Al despegarnos de las palabras nos abismamos en la experiencia, sin temer perdernos en sus tantos agujeros.
MINIMUM SCENES ARISE AMONG THE LAVA
por Camila Pose
Magalí Milkis trabaja lo pictórico desde el cuerpo, la materia y el espacio. Su obra es una colección de estímulos volcados en la tela como reflejo del azar. Algunas veces, incluso, yuxtapone papeles en los que ha tomado alguna nota para retener, generando una mixtura que no deja nada afuera: el archivo memorial se sigue completando y los rastros advierten su proceso. Las pinceladas nos indican que el cuerpo pasó por ahí. Lo que ha quedado son escenas mínimas que atesoran los fragmentos de una vida desde el registro de lo pictórico –la memoria y lo doméstico en crudo.
Desde La veracidad del huevo no es verosímil, la mono-figura que aparecía en las obras de Magalí como un elemento obsesivo, llamémoslo “la cosa”, se radicaliza en una pintura gestual deliberada en la que se integran figuraciones específicas que dan cuenta de una narrativa relacional. El acto de volver hacia “la cosa”, aparece ahora hacia-la-memoria que figura en lo anecdótico. “La cosa”, que durante años resistió las múltiples referencias literales (huevo, rostro, máscara, útero), es la unidad sintética de un organismo que se ha desplegado.
Las pinturas de Magalí suceden luego de una práctica corporal que aliviana el estado de consciencia dando inicio a cada obra como una nueva actualización de la mente –¿o un nuevo estado de sueño? Cada tela es un jeroglífico abierto como el corte de la tierra por donde emerge el magma. Ella ordena y rinde homenaje a sus escenas a la manera de un culto prehistórico: el bichito que mató sin querer, la mesa de póker de su papá, el cubilete: pequeñas cavidades de una intimidad inocente, tesoros que se enraízan sin aviso, como si simplemente se presentaran. Los bordes contenedores anidan las figuraciones, posibilitando el cultivo de las relaciones que allí reposan. La operatoria resuena con la dinámica universal: aislar a un sistema menor de algo global, transmutar los elementos como actos alquímicos.
Las pinceladas expresionistas enfatizan un trabajo sobre el color que apela a elementos atmosféricos y emocionales radicales, no como el fondo de diagramas relacionales, sino como la reescritura integral guiada por el estímulo de la mente deliberada cuando, por un momento, captura algo que no recuerda cómo se originó, pero que allí se apresenta, perpetuándose en una nueva configuración. Lo real y la fantasía comienzan a desdibujarse. El binomio figura-fondo se diluye asumiendo una tridimensión inmersiva y las obras parecieran proponernos “entrar a un lugar”.
Ha pasado por el cuerpo, se ha filtrado por la mente para salir desde la mano, para luego volver al centro y recostarse sobre sí. ¿Qué cosa? Reflexionar es, en verdad, flexionarse sobre uno mismo. La circularidad cósmica hace germen en las obras de Magalí. El silencio también. Como si acaso vivir desde el recuerdo no fuera construir un presente atemporal.
LOS CARNICEROS
por LA NACIÓN
De la abstracción a una serie de flores, los óleos de Natalia Lo Bello (1976) despliegan un proceso aditivo que conjuga color y técnica. Mediante un elemento común semejante a un pétalo, un triángulo, un fractal, sus pinturas dan forma a frondas, floraciones y cielos a la manera de un impresionismo maquinizado, en el que la pincelada (pixelada) subordina su efecto luminoso al conjunto.
Aeropuertos despoblados, museos metropolitanos y rascacielos son las plataformas figurativas en las que se apoya la búsqueda expresiva de Luciana Levinton (1977). Una paleta enrarecida por rosados fantasmales, planos violetas y segmentos agrisados se electriza por líneas y trazos fluorescentes. Temporal y térmica a la vez, su obra trata los interiores como panoramas, las fachadas como croquis, las proporciones como paisajes, y crea la ilusión de un ojo escénico.
Diez telas gigantescas concebidas a partir de un motivo minúsculo -variaciones de una forma (¿una gota invertida, un rostro sin rasgos, una nuca, un globo?) sobre un plano- sirven a Magalí Milkis (1978) para configurar tal vez la experiencia más extraña de la muestra. Esas figuras alineadas, bicolores, que alternan entre la opacidad y el brillo, aisladas, mudas como ovnis, ¿qué significan? En algunas, el retrato vacío de un cráneo posee más capas de materia; en otros, el fondo hace de la imperfección deliberada una virtud plástica: son los espectadores los que, ante el espejo de la sombra, completan la obra.
Emparentados por cierta simpatía por la desfiguración, los óleos de María Ferrari Hardoy (1976) reflexionan sobre los registros del pasado. A partir de fotografías de diarios y revistas que representan escenas prosaicas (hombres que dialogan en un set ante una cámara; hombre cruzado de piernas; hombre en un teatro con su doble? Sólo hombres encarnan las fábulas casi epistémicas de la artista), el trabajo de la pintura inviste de drama las figuras que se descomponen en fondos irreales, como para que la mirada descubra allí un campo de fuerzas debajo del soporte, un teatro filosófico del destino de las imágenes..
ELLA ES LA FORMA
por CLAUDIO RONCOLI
Ella es el punto.
Ella es la forma.
Ella es el plano.
Ella mide tanto.
Richard Coleman
Es un huevo!
Para mí es una uña.
Es un pétalo, no lo ves?
Estas y otras formas escuché decir ayer en la exposición privada de Magalí Milkis, a la cual tuve el honor de ser invitado en un espacio inmenso de esta capital. No entendía bien porque la gente se preocupaba en darle un nombre a esa forma que miraban, la cual era imposible no mirar, dado que sus cuadros miden casi tres metros de alto por casi dos metros de ancho. Sí, suenan imponentes, como de museo decía un colega, pero mas imponente es la síntesis que alcanzó Magalí con esa forma y color, en la que todos luchan por bautizarla con un nombre.
Yo no podía hablar, solo saludar y disfrutar de mi copa de vino mientras Magalí me mostraba entre nerviosa y contenta sus “hijos” al óleo. Que podía decir yo ante tanta seguridad (aunque ella todavía no se da cuenta) plástica, y trabajo realizado con tanto ímpetu que hasta envidia me daba, y a la vez pensaba, que bueno que alguien tan joven investigue tanto, y no se preocupe por el marketing ni como serán sus precios en el mercado.
Mi mente me obligaba a descifrar la forma, esa forma tan fuerte como un espiral o mandala, y hasta tan inquietante como un laberinto visto cenitalmente. Mi mente de a poco se soltaba y disfrutaba el color que Magalí calculaba antes de poner en cada tela, la combinación de tonos que ella sabía bien que no era fácil porque me lo contaba.
Luego pensé, y hasta creo que me animo a descifrar que esa forma es ella, no Magalí, sino “ella”, una mujer, la mujer que me espera a que solo la mire, la entienda, a la que de a poco le dibuje el rostro con la mirada. Cejas, ojos, nariz y termino en sus labios como toque final.
Pero luego de descubrir a “ella”, pienso quien es “ella”, si algún día me hablará, si tal vez me la cruce en un salón para bailar al ritmo de ninguna canción, o por casualidad me pida la hora en la calle o me diga que solo amigos podemos ser.
Me resigno, dejo mi copa vacía y mientras me alejo por las calles de Núñez en búqueda de un taxi, admito que solo es una forma muda en una gran tela que Magalí supo poner con exactitud y mucha seguridad.
Agosto 2010